ABDUL, EL ACUARELISTA TUNECINO

Autor: Marcel Sauvage. Miembro del Comité de la Prensa artística francesa.

Fuente: Catalogo de la Exposición a Beppo en Junio de 2003.

Él es un auténtico príncipe de las mil y una noches, que llegó a París en 1911. Descendiente de una gran familia con rancios títulos de nobleza, de la que él se liberaría ante todo para asegurarse a su manera, la autenticidad profunda...

Abdul Wahab...

Venía de Túnez. Joven, guapo, libre en sus andanzas y en su espíritu. Con una inteligencia y un gusto finísimos. Seductor y familiar como es dado el ser a pocos personajes.

Mientras tanto por un milagro singular, reconfortante desde diversos aspectos, es de lo más parisino entre los pintores de los que debería hablarles. Abdul Wahab, artista hoy encumbrado en el que la independencia y la nobleza generosa no tienen iguales en su extrema gentileza.

Se nace príncipe o no se es. Y en nuestros días esto no se da sin peligro.

Así, Abdul Wahab, que todo el mundo conoce a las orillas del Sena, en los ambientes en los que el arte se encuentra y se festeja, él paga por otro lado el hecho de ser príncipe y se mantiene un tanto desconocido en esto que fue, que es siempre su razón de vivir: la caja de los colores.

Para retratar un poco al personaje, su amabilidad, su parisinismo desenvuelto y placentero; habría que olvidar la discreción voluntaria del pintor, y el valor de una obra que yo coloco muy alto. Tanto más cuando su autor rehúsa imponer su obra mediante los recursos publicitarios que, en nuestros días, son de uso corriente.

No obstante, es curioso notar que al salir de las academias pictóricas parisinas -él fue discípulo de Jean Paul Laurens, entre otros maestros del momento., este pintor, en los acordes todos a la vez preciosos y ligeros en los que sucede a veces que pasan como un sueño, se apasiona enseguida con el fauvismo. Los Fauves, bajo el liderazgo de Matisse, de Vlamirck y de Devain se lo han revelado a él mismo, en la alegría de los colores, en sus fuegos artificiales pero más aún en su lenguaje de seda.

Más tarde, atraído como muchos otros jóvenes por el encantador que tendía a renovar las sugestiones de la pintura, él quiso a Picasso. Más la influencia que parece haberla absorbido de forma más afortunada es la de Pascin de quien fue -en los últimos gloriosos días de los años de entreguerras- uno de sus más alegres compañeros.

De Pascin, virtuoso con aires de gitano, él conservó una delicadeza de matiz que ni pesa ni posa, una especie de irisación - por llamarlo de laguna manera- sentimental y que se vuelve cada vez más rara, durante unos tiempos en los abstracto de los tintes brutales, inquieta, solicita, obsesiona -incluso inconscientemente- a la mayor parte de los figurativos que se quieren defender.

Abdul Wahab se mantuvo como la salvaguarda. Él posee una experiencia adquirida a partir de las fuentes clásicas, en Italia, en España, en Inglaterra, en Holanda, países en los que se establece dejándose llevar por el capricho de sus fantasías, con el fervor de un artista en el que la práctica y la curiosidad escapan a los sistemas, a las doctrinas y a las ataduras demasiado estrechas.

Las campiñas florentinas y la romanza andaluza le han sugerido calma, marcada sino retenida, al igual que las finas luces de la Île de France. ¿Cómo este norteafricano, familiar de Europa, no acabaría convertido, por discreto que fuese, en un retoño de la Escuela de París?.

Esta escuela tan diferentemente definida no podría aún saberse ni evaluar su auténtico porte, con reclutamiento internacional pero de irradiación francesa por excelencia más allá de las tentativas más aventuradas.

En el cuadro de Montparnarsse, Abdul Wahab fue así compañero de Modigliani, de Ortiz, de Zárate y de H. G. Cheval, como lo fue de Pascin y de Papazoff en ese ambiente de Montmatre. Pero más y mejor que ninguna otra cosa, se impregnó aquí y allí de una tradición que él no ha desfigurado sino que prolonga y honra.

Porque tiene sentido, el del equilibrio y l de la razón pictórica, hasta en la punta de los dedos.

De ahí le viene que antes de que nada haya preferido la ribera mediterránea a su ribera natal donde los embrujos de África, por suntuosos que puedan ser, son ardientes hasta devorar el objeto, desbordan las medidas y la retentiva de un arte que se expresa en profundidad musical más que en superficie por el empleo del semitono, el juego "mariposeante" e los matices y por una gracia más severa que, lo que dice, "cartesiana".

En efecto, el lugar de Abdul Wahab se encontraba más en el salón de las Tullerías que en el Instituto de Cartago donde aún y así expuso en los primeros tiempos. Lo que prueba que entre Túnez y París, como que entre París, Argel, Casablanca o Fez existen sutiles afinidades que para manifestarse habitualmente sobre planos diferentes no precisan ni más ni menos que de la ocasión, la gloria y una sensibilidad común.

Abdul Wahab es en este sentido un típico ejemplo.

(Traducción del francés: Carlos Chevalier Marina)